viernes, 29 de agosto de 2008

Acabado (Saga sin nombre, relato 2)

- Ponme otra copa de vino –dijo Koberec tambaleándose-.

- Son 5 unidades de orichalcum –respondió el tabernero empezando a servir-.

Koberec rebuscó torpemente en el fondo de sus bolsillos y juntó las últimas monedas que le quedaban para pagar al tabernero. Sin agradecer siquiera, cogió su copa, derramando la mitad por el camino, y se balanceó para volver a su sitio, donde se encontraba en compañía de una elevada embriaguez que se alimentaba de sus sentidos y los iba menguando proporcionalmente al alcohol que sin descanso ingería.

Inspeccionó por encima a la gente que por allí descansaba y festejaba, salvo algunos a los que dedicó un poco de atención. Observó con desprecio a un hombre barbudo y gordo, con la cara marcada por la viruela. Estaba comiéndose un pedazo de pollo y la salsa que a éste acompañaba se le untaba en las manos y goteaba por la barba. Bebió de aquel vino agrio y miró hacia otro lado. Se fijó en un hombre encapuchado al cual no podía ver bien el rostro, pues la sombra de la capucha se lo cubría. No tenía pinta de ser precisamente una persona de la que uno podría fiarse. “En mis días como capitán de la guardia no pasaba gente como esa por el pueblo” pensó.

En su pésimo estado iba a intentar pensar más pero la entrada de dos hombres anunciándose a voz en grito ocupó por completo lo que restaba de su percepción. Ellos…

- ¡Tabernero! –grito Miekka- ¡Sácanos lo mejor que tengas en tu sucia bodega y que tu preciosa hija nos sirva un manjar de reyes, pues mañana el mismísimo rey nos dará buena recompensa por nuestros servicios!

- ¡Por no hablar del importantísimo ascenso que recibiremos, hermano –dijo Rand aporreando la mesa entre risas-!

Se sentaron sin preocuparse por pagar y cuando la hija del tabernero fue a servirles no quisieron dejar que se fuese. La agarraban, manoseaban y hacían propuestas fuera de tono aunque ella se resistiese por pura repugnancia sobre aquellos sujetos.

Sin poder aguantarlo más, Koberec se levantó, aunque el equilibrio se lo dejó por el camino y cayó directamente de bruces al suelo. Para su fortuna, los hermanos Miekka y Rand llamaban más la atención que él y pocos lo vieron caer tan ridículamente como había sido la situación.

Se propuso levantarse de nuevo. Y esta vez, gloriosamente, lo consiguió. Aunque con dificultad, se desplazó los pocos metros que le separaban con ellos y sacudió el brazo por encima de la mesa tirando su comida.

- Bastardos, ¡vosotros provocasteis mi expulsión –dijo trabándose la lengua un par de veces en tan pocas palabras-!

- ¡Mira quién está aquí –dijo Rand soltando a la chica, quien volvió con su padre-! ¡Es nuestro amigo, Koberec!

- ¡Koberec! ¿Sigues mendigando por las calles? Me han dicho que das tanta pena en los barrios bajos que incluso otros mendigos te han dado limosna, ¡debes estar forrado –se burló Miekka-!

Sin mascullar nada más, e ignorando las blasfemias que ahora proclamaban acerca de su madre, Koberec desenvainó la espada. En un momento lo desarmaron con sus respectivas espadas, lo tiraron al suelo y lo patearon entre las risas y gritos de ánimo de los demás bebedores de la taberna. Con pan y circo, población contenta.

- Vamos a llevarnos a este cerdo a dar una vuelta, parece que necesita aire –dijo Miekka-.

Lo sacaron por la fuerza y lo llevaron a las afueras del pueblo metiéndose un poco en el bosque, donde nadie pudiera verlos y lo volvieron a tirar al suelo.

- Mírate –dijo el incansable Rand-, eres como asqueroso un cerco revolcándote en el barro.

- Igual que la cerda de su madre –prosiguió Miekka arrojándole unas bellotas del suelo-.

- Bueno, creo que ha llegado el momento de ejecutarte –dijo Rand volviendo a dejar ver el filo de su impecable arma-. Volveremos a la taberna y festejaremos tu muerte, brindaran las copas y se comerá en abundancia.

- ¡Espera! –dijo Miekka interrumpiendo-.

- ¿Pero qué…?

- ¡Corre!

Los hermanos corrieron más que si persiguiesen a la hija del tabernero y desaparecieron en seguida. A estas alturas, Koberec no se había enterado de nada y de nuevo reunió fuerzas para intentar, que no conseguir, levantarse, pues se resbaló. Con la cara estampada en el barro, notó una mano en su hombro. Pensando que se trataba de nuevo de esos pesados hermanos con ganas de seguir jugando, se llevó velozmente la mano a la pierna y una daga voló para clavarse en el pecho de alguien a quién vio un segundo después de haber atacado sin preguntar.

Una chica de ojos grises le miraba fijamente con expresión de sorpresa. La sangre le empapaba las ropas a gran velocidad. Koberec no tuvo tiempo a pedir disculpas e intentar repararlo, ni siquiera de soltar la daga cuando un dolor intenso se acentuó en su mano. Toda la flora que había alrededor se había congelado y por su brazo trepaba rápidamente la sangre de Nebbia mezclándose letalmente con el hielo que poseía en su alma.

Koberec no podía gritar ni moverse, y pronto perdió el sentido cuando su cuello quedó atrapado bajo las fauces de Hevn…



The Blind

domingo, 24 de agosto de 2008

Arrasar (Parte I)

Bajaba la temperatura. Mi aliento entrecortado se fundía en forma de niebla con el aire gélido que castigaba mis pulmones. Hacía demasiado frío. Los melancólicos y distantes sonidos quebraban el tétrico silencio que tan sólo podría hallarse en aquel oscuro, frío, siniestro y solitario cementerio.
No me preocupaba la pulmonía que posiblemente cogería por la falta de abrigo y de calzado. No sentía en absoluto los pies y el resto del cuerpo parecía haberse esfumado. Pero tampoco esto me preocupaba. Lo importante en ese momento eran mis manos que, al contrario que el resto de mi cuerpo, estaban vivas y ajenas al frío que las rodeaba. Mi mano izquierda danzaba con firmeza sobre el mástil de mi pequeño violín, mientras que la otra deslizaba el arco de un lado a otro, unas veces con suavidad, y otras con brusquedad.
Me encontraba sentado en una roca, con los pies hundidos en la nieve y mi instrumento pegado al cuello. Los pantalones a penas si protegían mis congeladas piernas y mi torso desnudo se contraía con todos sus músculos para no desfallecer. Unos mechones cubiertos por una fina capa de hielo entrecortaban mi visión, clavada con determinación en la tumba de mi padre. Mis labios amoratados estaban apretados con firmeza, luchando contra los temblores que amenazaban con hacerme perder el control.
Sin embargo, la música contrarrestaba el duro clima. Las melodías me hacían pensar y mi mente vagaba por mundos imaginarios. Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir al instante. Las pestañas por poco se me quedaron pegadas en el párpado inferior, lo cual hubiese provocado que muriera allí mismo.
Recordé de pronto porqué estaba allí. Necesitaba una respuesta a mi vida. “¿Qué mejor noche que ésta?” pensé para mis adentros. Mis manos no se detenían. El frío me ayudaba a tocar con mayor velocidad.
Odiaba al mundo. Casi tanto como me odiaba a mí mismo. Mi padre, empresario ejemplar de pelo relamido y traje impecable, yacía entre cientos de tumbas colocadas sin orden alguno. Sonreí y noté un crujido en mis mejillas del hielo al resquebrajarse. Miré la tumba con nostalgia y lamenté no haber sido el hijo que él quiso tener. ¿Debía convertirme en el hombre que él quiso que fuera?. Continué tocando. “No”, me respondí a mí mismo. “Es hora de endurecerse y elegir mi propio camino”, pensé.
Paré de tocar. Me sentía contento por la decisión que había tomado. En ese momento el sol comenzó a asomarse por el horizonte.
Toqué una última canción dedicada a mi padre y me levanté con suma dificultad. Las piernas apenas me respondían y temía que se me rompiera algún dedo del pie. En estas condiciones llegué hasta la tumba de mi padre. Una lápida de mármol negro que rezaba su nombre con inscripciones blancas. Unos ramos de flores yacían alrededor cubiertos de una fina escarcha. Dejé mi violín apoyado contra el gélido mármol.
De pronto oí el batir de alas de un pájaro. Levanté la mirada y vi a un cuervo que volaba hacia mí. Levanté la arco del violín por instinto, pero el cuervo se limitó a posarse sobre la lápida. Las duras garras rasgaron ligeramente el hielo que cubría la tumba. Observé con curiosidad al cuervo. De pronto clavé la mirada en una de sus patas. Llevaba atado con un trocito de cordel un pergamino viejo y doblado.
Miré al cuervo y éste levantó las alas. Alargué mis manos temblorosas y desaté con dificultad el cordel. En cuanto tuve el papel entre los dedos el cuervo alzó la cabeza y se fue por donde había venido.
Desdoblé el papel. Una tinta roja cubría el pequeño mensaje con letra delgada y afilada:

“Crea tu propio camino. Extremo Este de la Calle del Olvido”.

The Reaper


viernes, 15 de agosto de 2008

Frío (Saga sin nombre, relato 1)


Caminaba sola y pasivamente por el bosque con la mirada perdida en el suelo, viendo todo lo que en éste reposaba sin fijarse en nada. El espeso bosque apenas dejaba pasar algunos rayos de Sol que se escapaban entre las numerosas hojas que al cielo inundaban.

Pálida, de finos labios y grises ojos era Nebbia, frágil y delicada pero su luz mortecina asustaba. Buscó un hueco entre las gruesas raíces de un árbol grueso y se sentó agarrada a sus propias rodillas. Aunque la temperatura era relativamente elevada, estaba tiritando. Suspiró y el vaho ascendió unos centímetros desde sus labios antes de desvanecerse.

El ruido que producía el viento la abucheaba, las ramas la señalaban, sentía que todo la acosaba. Intentó pacificar su estancia con la naturaleza demostrando que la amaba, que no pretendía ser una intrusa. Para esto dejó su mano acariciar los pétalos de una hermosa flor de vivos colores, pero la flor marchitó al instante. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían en forma de hielo para deshacerse poco después sobre aquello en lo que caían.

Pronto detuvo su ahogado llanto al escuchar un leve sonido y, al levantar la cabeza, vio delante de si misma una pequeña ardilla que la observaba con curiosidad. Nebbia posó la mano en el suelo y dejó que la ardilla se acercase. La ardilla hizo lo deseado y se acercó pero al leve contacto con su mano salió corriendo y chillando espantada. Nebbia se levantó y con un gesto de mano un fino muro de hielo rodeó a la ardilla que insistía en salir de aquella prisión.

- No me rechaces -dijo Nebbia en un susurro al acercarse lentamente-… por favor… no me rechaces…

Cogió a la ardilla que, desesperada, seguía luchando pero enseguida murió entre sus manos. Nebbia soltó a la ardilla y se volvió a encoger gritando y, de nuevo llorando, poniendo las manos en su cabeza como si esta le doliese profundamente.

¿Qué ocurría? En el pasado la naturaleza convivía con ella y florecía a su paso pero ahora todo cuanto tocaba moría sin poder, de alguna forma, evitarlo…

Otra criatura irrumpió en su llanto. Un lobo blanco como la nieve asomó.

- ¡Vete! ¿No has visto lo que pasa con todo lo que a mi se acerca? ¡Aprecia tu vida, márchate!

El lobo se acercó y se sentó a su lado.


- No… t-tú no lo entiendes –balbuceaba Nebbia-…

El lobo agachó la cabeza en petición de ser acariciado. Nebbia movió la mano lentamente mientras repetía en voz baja sus advertencias pero el lobo la silenció con una mirada y finalmente ella posó la mano sobre el suave pelaje del animal. Dejó de tiritar. El lobo no parecía sufrir daño alguno y ella se sentía mejor. Por una vez en mucho tiempo sentía calor para sus adentros. Ese ser podría ser la clave que tanto necesitaba para normalizarlo todo.

- ¿Tienes nombre –preguntó Nebbia sonriendo y llorando otra vez, aunque en esta ocasión era producido por la ocasión-?

El lobo simplemente volvió a mirarla. Nebbia lo abrazó y dijo:

- Creo que te llamaré Hevn…

The Blind