sábado, 19 de enero de 2008

Mortecina Perfección



Entonces recordó aquella dulce melodía, aquella tierna música que ahora moría en sus brazos…
Se levantó del desgastado y áspero sofá perezosamente, con la infinita desgana que siempre le dejaba cada despertar. El crepúsculo inundaba el cielo con una promesa de oscuridad y sosiego; Otra vez se había quedado dormido mientras tocaba, mientras admiraba, embelesado, la dócil y agradable canción que siempre lo acompañaba en sus sueños, noche tras noche.
Cogió con cariño su guitarra, paseó los dedos por el mástil acariciando todas las cuerdas y la posó sobre el escritorio con cuidado. En silencio, pensaba con nostalgia en todos aquellos apacibles atardeceres que habían escuchado la más perfecta e impecable melodía, la que él tocaba.
Suspiró resignado mientras buscaba entre los cajones de su escritorio. ¿Qué ocurre cuando obtienes la perfección en algo que se ha convertido en tu vida? Sostuvo entre sus manos el brillo metálico y el sentimiento frío y cortante del cuchillo, llenándose de la sensación de peligro que él mismo estaba creando. El corazón empezaba a latirle con una fuerza descontrolada, queriendo salírsele del pecho. ¿Qué debes hacer para que se convierta totalmente en una parte de ti?
Bebió de la emoción que le entregaba el recuerdo de cada nota de su preciada composición, rememorando cada sonido mínimamente perceptible, su nítido eco reverberaba en su mente.
Enfrente del meticulosamente ordenado escritorio se encontraba una ventana tan limpia que daba la impresión de que no existía cristal, pero estaba cerrada. No recordaba haberla cerrado, siempre la mantenía abierta para disfrutar de la agradable brisa y el aire que despejaba sus sentidos en la fría oscuridad.
Al otro lado del pulcro cristal resplandecía una esponjosa luna completamente llena. Él sonrió con malicia; ella presenciaría el desenlace de la historia, el comienzo del olvido, el fin de su hastío.
Iba a demostrar el dominio que tenía sobre su instrumento, conocía cada centímetro y lo distinguía con los ojos cerrados, al tacto, diferenciaba automáticamente cada nota y era capaz de obtener cualquier acorde, cualquier melodía. De trasmitir casi cualquier sensación. Casi.
Estaba decidido a culminar su obra, a transmitirse a sí mismo la última sensación, la más opresiva, cubierta de angustia y agobio, barnizada de desesperación.
Sin soltar en ningún momento el cuchillo, desató las cuerdas del clavijero minuciosamente y acto seguido las separó del puente. Las fue colocando estiradas, ordenadas, sobre la mesa.
Entonces cambió de idea, dejó el cuchillo junto a las cuerdas y sacó un pequeño maletín que guardaba con esmero, el cual hacía incontable tiempo que no abría. Dentro aguardaban diversos objetos diseñados para cortar, sajar, sanar… Primero centró su atención en la jeringuilla, que reposaba al lado de una negra funda de piel, y que contenía una potente sustancia anestésica.
Sacó de la pequeña bolsa el líquido transparente y llenó la jeringuilla, ayudado por la práctica que le otorgaban tantos experimentos llevados a cabo con anterioridad.
Pinchó y hundió la aguja en la blanquecina carne de su brazo izquierdo y vació su contenido lentamente. Progresivamente fue notando una privación de la sensibilidad, cómo perdía el tacto, sintiendo su drogada extremidad dormida. Pronto culminaría su preciada ambición, aquel deseo infame y tortuosamente obsesivo de unirse con lo que más apreciaba en este mísero y desastroso mundo de sombras. Ridícula e incomprensible existencia…
Él ya tenía una razón para vivir, pero ahora no tenía sentido, por lo que sólo anhelaba encontrar la razón adecuada para morir.
Pero sólo después de alcanzar el cenit de su paranoia y obtener el placer de regocijarse y fundirse con su amada, con su única amada.
Rebuscó unas tijeras y en alternancia con una complicada serie de aparatos ejecutó con inaudita precisión el corte de la carne, apartando el músculo, desde la muñeca hasta antes de llegar a la zona del codo, utilizando sólo una mano gracias a que su capacidad de utilizar tan acertadamente sus flexibles dedos y su entrenada muñeca sobrepasaban la del mejor cirujano. Era parte de su don.
Con los tendones al descubierto, asintió complacido al comprobar que su habilidoso corte había sido efectivo, perfecto.
Después de largas y aparentemente interminables horas de trabajo y dedicación, después de despedir la noche y dejar pasar la luz del sol al interior de un solitario ático, después de que huyera la luz perseguida por densas tinieblas proclamando el triunfo de un nuevo anochecer, la luna acudió una vez más a su encuentro, dispuesta a espiar el resultado final de tan extravagante arte.
Seis de sus tendones yacían sobre el escritorio cerca de la guitarra, mientras que las cuerdas de tan bello instrumento estaban empalmadas, fusionadas, en su brazo inmóvil, un grotesco haz de fibras que unía los músculos con el hueso de una forma antinatural.
No le preocupaba que los anticuerpos y defensas de su organismo reaccionaran violentamente y con nefastas consecuencias para su cuerpo, al fin y al cabo, no pensaba utilizarlo por mucho más tiempo y su brazo carecía de motivos para conservarse activo.
Abrió con su mano derecha la ventana permitiendo que un viento glacial recorriera la estancia. Mientras el helado viendo se colaba desvergonzado y agitaba sus ropas, se puso de rodillas en el escritorio y se asomó para examinar el suelo asfaltado siete pisos por debajo, decorado con vallas, alambradas y árboles secos, deshojados y podridos; restos de la inexorable peste de la humanidad.
Respiró profundamente, de repente sentía los hombros pesados y aturdidos, un sudor frío recorría su frente. Se humedeció los labios secos con la lengua y llenó una vez más sus pulmones reteniendo el aire durante unos segundos, soltándolo despacio. Viviendo antes de pronunciar un adiós para siempre, la despedida final.
Entonces, empujó la guitarra y dejó que cayera siete pisos de altura entre el murmullo del viento, rasgando el ambiente, chocando contra las ramas de los árboles y los salientes del misterioso edificio, partícipe sin querer de una catástrofe desmedida.
Él se agarró el pecho cuando vio su adorada guitarra desgarrarse, partirse el mástil en la maravillosa y antigua verja gótica que hacía de entrada al cementerio justo en frente del que durante tanto tiempo fue su hogar. ¡Qué indirecta predicción!
La tortura que sufría su mente y su corazón al escuchar los crujidos, el sonido de la madera al estrellarse, sus quejidos al astillarse y romperse en incontables pedazos, el estrepitoso aullido al quebrarse; verla destruida.
Ya tenía una razón para morir.
Finalmente se inclinó un poco más, dispuesto a correr precisa y exactamente la misma desdichada suerte que su amada, deseó sufrir la misma lacerante caída bendiciendo las tumbas de los finados su próspera y apremiante muerte. Saltó, precipitándose al vacío. Y esta vez, su deseo se vio cumplido…
Muerto, despedazado junto a ruinas de madera, a las puertas de un arcano cementerio, aquella noche de luna llena…
Y entonces olvidó aquella dulce melodía, aquella tierna música que había muerto en sus brazos.


Dayst.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

guauu!!

ju tio, k un pko mas y m mareo leyendo lo d las tijeras!!!
k dntera..

m gusta la ultima frase!
aioo!

The Reaper dijo...

No se si te dirigías a mí pero no lo he escrito yo.
Lo ha escrito una amiga.
Dejaremos más espacio para relatos suyos.
Seguid muriendo.
Relato acojonante verdad?

Anónimo dijo...

ok!! pos dile a tu amiga k si, ciertamente akojonante!!
aioo!

Rock Lobster dijo...

Puff, ese relato inspira mucho.
Nos deja mal primo, hemos de mejorar.
Por cierto, te toca colgar a ti, el seiguiente pondras tu o te salto?

Anónimo dijo...

pues tu amiga escribe realmente bien.
con razón hay unos libros que se titulan:
"Las mujeres que leen son peligrosas"
y "Las mujers que escriben también son peligrosas"

ilallana36 dijo...

siii iñaki konoce esa sensacion...debe de ser algo parecido a cuandso le mancille la guitarra...jaja!!

el siguiente relato k lea sera el de iñaki!